La historia nos enseña que incluso los más grandes y poderosos imperios han sucumbido a las fuerzas inexorables del tiempo. Desde la poderosa Roma hasta el Imperio Británico. Ningún estado, reino o país puede esperar escapar de este destino, y conscientes de ello, elevan grandes monumentos para no acabar en las mazmorras más profundas de la historia.
Ante tal perspectiva, podemos concluir que todo fluye, y que a menudo, más que una destrucción definitiva, los estados padecen cambios y mutan para dar lugar a “otra cosa”. Lo que unas décadas atrás era la URSS hoy es Rusia, Kazakstán, Bielorrusia, etc. Ciertamente observamos cierta continuidad en muchos aspectos; la población siguió allí, muchas estructuras de estado se han mantenido. Pero cambió el sistema político y la distribución territorial, y precisamente esto es lo que define un estado. Por supuesto, puede haber sobresaltos o paréntesis en la historia de una nación, pero acostumbran a ser breves interrupciones de un hilo conductor que define su identidad. Precisamente, uno de los retos más significativos de una nación es definir esa identidad o personalidad que la hace ser lo que es, que la define. Buscará un hecho simbólico a menudo místico o legendario que suponga su nacimiento, encontrará episodios destacados de glorias y penas que unan al pueblo en un sentimiento común, y descubrirá una herencia que la conecte con lo anterior y aporte profundidad a sus raíces.
Se suele reconocer que las naciones son “inventos modernos”. Prefiero considerar que son inventos de la historia, pues si no hay historia no hay esta personalidad o identidad a la que aferrarse. Aunque ciertamente la disciplina de la historia llegó con la modernidad, junto con el desarrollo de las ciencias y academias. Anteriormente, el pueblo conocía vagamente a su monarca, quizás a su linaje y dinastía, y conocía el nombre del país como marco legal en el que vivía así como los pueblos vecinos. Pero con la llegada de la modernidad, combinada con el declive del ideal católico hizo falta algo más; desarrollar una identidad propia que uniera al pueblo en un sentimiento común de pertenencia. Fueron los historiadores los que se encargaron de construir el relato nacional. Y allí esta «España», un relato que empieza con Cristóbal Colón llegando a las Américas con el visto bueno de los Reyes Católicos, y tras una supuesta gloriosa reconquista cristiana de la península. Convirtiéndose rápidamente en un extenso imperio, y envejeciendo, siglo tras siglo, perdiendo su vitalidad.
España se constituyó con la descubierta y posterior conquista de América, constituyendo así el Imperio Español. Esta era la razón de ser de España: la unión de diferentes estados peninsulares para perseguir un objetivo común, conquistar nuevas tierras y defender al imperio recién creado. Siguiendo esta lógica, España debería haber muerto en el 1898, con la pérdida de las últimas colonias de ultramar. El tumultuoso reino de Alfonso XIII pareció conducir a este final, pero allí empezó la perfusión i prorroga inacabable de España. A golpe de dictaduras autoritarias se intentó mantener a flote este concepto de nación, pero para hacerlo posible, había que encontrar una razón de ser, un objetivo común al que dedicarse. Tras el fracaso de la defensa del Imperio, surgió el concepto de “La Unidad de España”, nuevo ideal sagrado e intocable que había que defender con sudor y sangre juntamente con una idea de que la nación era católica.
El ideal que antes se defendía, ha dejado paso a continua confrontación y tensiones. Pues la “unidad de España”, que podría considerarse sólo desde el punto de vista territorial, ahora se entiende como una uniformización cultural, económica y nacional. Todos son españoles y todos los españoles son así, y cualquiera que se desvíe de esta idea es considerado automáticamente una amenaza.
El caso es que una nación que se basa en estos principios no puede avanzar, puesto que adopta conductas restrictivas, punitivas e impositivas, que capan y ralentizan el progreso intelectual, económico y moral de la población, además de provocar desigualdades latentes entre territorios que acaban fomentando la animosidad entre los diferentes pueblos que la conforman. Cuando en realidad el principal responsable es este régimen de profusión que intenta alargar desesperadamente la vida de la vieja nación Española. Y cuando uno se empeña en defender un ideal erróneo a toda costa, acaba firmando su propia sentencia de muerte.
Sí todo debe llegar a su fin, quizás sea momento de pasar página y empezar de nuevo. No un borrón y cuenta nueva, sino una metamorfosis, una transformación a todos los niveles. Dar paso a nuevo país que bien podría ser Iberia, y cuya razón de ser pueda ser alcanzar esos ideales de progreso, justicia, democracia y fraternidad que España no ha podido lograr.
Aún así, por supuesto que «España» no desaparecería como tal de un día para otro, pues representa también una dimensión cultural a través de la lengua, así como un puente con los pueblos de Iberoamérica.